lunes, 13 de junio de 2016

Por qué nos da tanto miedo hablar del terrorismo islamista

Ayer, cuando todos los medios de comunicación aún daban por hecho que el ataque a un pub de ambiente de Orlando había sido otro Columbine, publiqué este tuit:


Lo cierto es que durante toda la mañana, cuando aún no se sabía la identidad del atacante, pudimos ver una catarata de tuits responsabilizando y culpando de todo al capitalismo, al modelo de sociedad occidental, a EE.UU., a Donald Trump, a las armas e incluso al cristianismo. De hecho, el primer trending topic en EE.UU. llegó a ser #GunControlNow.

Al rato, y tras ver la magnitud de la masacre, empezó a quedar claro que se trataba de un atentado islamista, y entonces la narrativa y la forma de interpretar lo sucedido cambió completamente, coincidiendo exactamente con lo que yo había adelantado en mi tuit.




¿Por qué ocurrió esto? ¿Por qué a los medios y a los políticos les da tantísimo miedo mencionar el origen musulmán de este tipo de ataques pero no se cortan un pelo si el autor de una matanza es un hombre blanco? La explicación es más sencilla de lo que parece.

En la sociedad que hemos construido, en la que estamos acostumbrados a tenerlo todo bajo control y nuestro mayor problema real en el día a día es quedarnos sin leche a la hora del desayuno, los ciudadanos nos hemos vuelto mentalmente incapaces de admitir que vivimos bajo amenaza. Y el terrorismo islamista es un tipo de amenaza tan brutal, aleatoria e imprevisible que nuestro subconsciente cree que no hay forma de controlarla. Nadie está a salvo, y eso nos da miedo. ¿Qué hace nuestro cerebro cuando ve que hemos perdido el control de la situación y nada de lo que hacemos para solucionar un problema está dando resultado? Al principio, niega el problema. Y cuando ya no puede hacerlo porque el problema persiste o es demasiado grande, empieza a buscar explicaciones que nos permitan pensar que seguimos manteniendo el control de la situación. Se trata de un mecanismo de defensa que permite que no nos volvamos locos.

¿Qué es más fácil para tirar adelante cuando vives en una sociedad en la que tu mayor problema es que no haya leche fría en la nevera? ¿Pensar que luchas contra ovejas descarriadas con problemas mentales o pensar que lo haces contra un grupo incontrolado de bárbaros que ha jurado invadir y aniquilar ese modelo de sociedad para implantar otro basado en la Sharia?

En realidad, y ésta es la clave de todo, los seres humanos no estamos diseñados para ser racionales: nuestro cerebro no ha evolucionado para encontrar la verdad, sino simplemente para que podamos sobrevivir. Así funciona la naturaleza, y de ahí que cada uno tenga sus creencias, sus gustos, sus rutinas y, en definitiva, sus formas particulares de afrontar la vida. Se trata de un mecanismo de supervivencia por el que nuestra mente va creando películas que nos permiten mantenernos cuerdos y motivados y así poder seguir adelante con nuestras vidas. Sin embargo, estas películas casi nunca son ciertas ni racionales –salvo quizá algunas veces por coincidencia–, sino que las vamos escribiendo en función de nuestras experiencias personales y, sobre todo, de nuestras emociones.

Cuando por una emoción de miedo hemos decidido que en nuestra película los terroristas no son una amenaza real a nuestra forma de vida, sino un problema que tenemos bajo control, nuestro cerebro va a elaborar todo tipo de explicaciones y giros en el guión para dar sentido a esa idea y poder seguir recreándose en el final feliz que ha escrito de antemano. De ahí que unos vean en los terroristas a un grupo de fanáticos que quieren imponer sus ideas sobre las nuestras y otros a unas simples ovejas descarriadas víctimas de la sociedad occidental. En el primer caso, la respuesta tenderá a ser de enfrentamiento directo, mientras que en el segundo será actuar de manera condescendiente. En ambos casos, el protagonista de la película sale ganando, ya sea aplastando al antagonista por medio de la fuerza o bien haciendo un sacrificio heróico ('educarle', compartir los recursos...) para que éste sufra una catarsis y se pase al bando de los buenos. Los dos finales son más que aceptables en la mente de cualquiera.

¿Cuál es el problema? Que aunque una película no tiene por qué ser cierta, en nuestro subconsciente sí que tiene que parecer verosímil. O al menos coherente. Así logramos mantenernos cuerdos y adquirir experiencia, lo cual nos permitirá afrontar situaciones parecidas en el futuro y nos evitará actuar al tuntún, mejorando nuestras expectativas de supervivencia.

¿Qué pasa cuando una persona, por miedo a enfrentarse a un problema, decide que en su película ese problema no es lo que parece, sino algo mucho más sencillo de resolver? Que si el problema es realmente más grave, a medida que avanzan los acontecimientos, la película empieza a perder coherencia, con lo que esa persona se va a ver forzada a adaptar el guión. En otras palabras, ¿qué pasa cuando construimos una historia en la que los yihadistas no son fanáticos que quieren imponer sus ideas por la fuerza, sino víctimas de la pobreza que les imponemos desde Occidente? Que en cuanto empiezan a aparecer terroristas que no sólo no son pobres, sino todo lo contrario, y que además han nacido y crecido en Occidente, tendremos que buscar otra explicación, una que se ajuste a la premisa con final feliz que ya habíamos escrito al principio y que nos permitirá seguir viviendo tranquilos.

Y entonces empiezan a aparecer las teorías alternativas, como la inestabilidad mental de los atacantes, la falta de control sobre las armas en EE.UU. la homofobia, etc., como explicación principal a un fenómeno, el del terrorismo islamista, al cual ni nos atrevemos a llamar por su nombre, no vaya a ser que se presente por sorpresa en la puerta de nuestra casa. Pero claro, la película sigue avanzando, y la parte irracional de nuestro cerebro sigue haciendo sus conexiones. Y así, a medida que el guión de nuestra película pierde sentido, vamos pasando de una explicación a otra hasta llegar a conclusiones que en algunos casos llegan a estar totalmente fuera de la lógica y la experiencia. Por ejemplo, cuando alguien culpa al llamado patriarcado heterosexual, lo que en realidad está haciendo es apelar a una 'amenaza' perfectamente controlable —por inexistente— creada a priori para motivarse y sentirse el héroe de otra película. Y es que crear este tipo de conceptos y presentarlos como amenazas también sirve para dar un mayor sentido a esa existencia en la que la única preocupación real es no tener donde mojar las magdalenas del desayuno.

Cuando la gente y los medios de comunicación se recrean en la identidad, el credo o la afiliación política de un asesino, sin duda es porque ese crimen les ha pillado desprevenidos. «Perro muerde a hombre» no da titulares, pero «hombre muerde a perro», sí. Hoy en día, es tan sumamente inusual ver a un fanático cristiano o a un conservador de derechas matar a alguien en nombre de sus ideas que ya les hemos perdido el miedo. Recreándonos en su origen y sus motivaciones nos podemos sentir héroes sin pasar miedo. Y además, nos sale una película interesante. Por eso, las escasas veces que esto ocurre, los medios se ceban con este tipo de detalles. Porque no sólo no da miedo, sino que nos hace sentir más fuertes al saber que, esta vez sí, podemos controlar esa situación. Sin embargo, ante el pan de cada día del radicalismo islámico, muchos tienden a cerrar los ojos y esconder la cabeza, buscando explicaciones en miedos más fabricados que les hagan sentir que tienen el control de la situación. Después de todo, ojos que no ven, corazón que no siente.

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